“Sesenta mil dólares por matarlos a los dos”, le dijo el sicario profesional a Jaime Hill. Era bastante plata, pero no tanta si se consideraba el odio que consumía a don Jaime desde hacía once años. Durante todo ese tiempo había deseado vengarse de quienes lo habían secuestrado, confinado en un cuartito de dos por dos metros durante más de cuatro meses, y despojado de cuatro millones de dólares de su patrimonio.
Lunes 21 de mayo 2007
Geovanni Galeas
ggaleas@centroamerica21.com
Pero no solo lo habían arruinado económicamente. Eso era lo de menos. Lo peor había sido el stress post traumático que le había arruinado literalmente la vida, y de paso la de su familia: depresiones y angustias tan incontrolables como la necesidad, cada día más intensa, de alcohol y cocaína.
La sed de venganza se le había convertido en una obsesión. Por eso, cuando a finales de los años ochenta tuvo informaciones fidedignas, que ubicaban a dos de los máximos jefes de sus secuestradores en lugares precisos de la ciudad de México, no vaciló en buscar el contacto con un sicario internacional. El trato estaba en marcha. Para cerrarlo solo faltaba enviar los gastos de transporte y alojamiento del asesino.
Los objetivos eran Joaquín Villalobos y Ana Guadalupe Martínez, comandantes del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, que por esos días habían salido de sus campamentos guerrilleros en las montañas salvadoreñas, para asistir a una ronda de diálogo y negociación entre la insurgencia y el gobierno.
El secuestro
Eran la cuatro de la tarde del 31 de octubre de 1979 cuando ocho hombres armados, usando uniformes de la Policía Nacional, se bajaron de un picap doble cabina en la calle Rubén Darío, en pleno centro de San Salvador. Rápidamente se dirigieron a un edificio de oficinas, y luego de ponerse velozmente gorros pasamontañas para cubrirse los rostros, sorpresivamente y sin mediar palabras, acribillaron a balazos a un asistente de don Jaime Hill.
El muchacho asesinado no era un guarda espaldas, era nada más un chofer y andaba siempre desarmado.
Don Jaime Hill estaba en su oficina, en la segunda planta del edificio, cuando escuchó los disparos. Instintivamente, y aunque estaba protegido por dos puertas blindadas, echó mano a su pistola 45. Era un excelente tirador y además no solía hacerle el feo a las peleas, fueran estas de puñetazos o balazos, sobre todo cuando se echaba sus tragos.
De pronto las puertas blindadas cedieron ante la potencia de varias ráfagas de fusiles G-3, y don Jaime supo que venían por él. Su vida entera pasó por su mente en unos cuantos segundos.
Era uno de los miembros de las legendarias “14 familias, dueñas de El Salvador”. En tal condición había tenido privilegios excepcionales. Y si bien había logrado graduarse en Administración Corporativa, en una prestigiosa universidad de Pennsylvania, Estados Unidos, también había sido un joven díscolo acostumbrado al derroche.
No pocas veces había comenzado una borrachera de tres o cuatro días en algún rancho de playa, en El Salvador, y se había largado a Nueva York, a París o a Londres con el solo objeto de continuar allá la juerga con todo y la ocasional compañía femenina, que muy bien podía ser una guapa muchacha mandada a traer ex profeso ya sea de Colombia, Panamá o México.
Había derrochado a manos llenas, sí, y sin embargo también era uno de los millonarios salvadoreños con mayor sensibilidad social. Su tesis universitaria, elaborada en 1959, se había titulado “Reforma Agraria y Reparto de Utilidades”. Y en efecto, junto a otros jóvenes igualmente adinerados (Roberto Poma, Mauricio Borgonovo y Ernesto Regalado Dueñas, quienes años antes habían sido secuestrados y asesinados por las guerrillas), habían introducido la discusión sobre la necesidad de implementar una reforma agraria en El Salvador.
“Odiábamos la pobreza y el sufrimiento de los pobres y, ya allá por los años sesenta, nos proponíamos influir en las decisiones políticas para que se tomaran medidas tendientes a combatir la miseria, crear más ricos, más clase media y así, consolidando la estabilidad política en el país, asegurar un desarrollo económico nacional no excluyente. La verdad es que teníamos una visión casi socialista”, reflexiona ahora don Jaime.
Pero en aquella tarde todo parecía llegar a su fin y él, al igual que sus tres amigos, sucumbiría ante la guerrilla izquierdista. Apuntaba con su 45 hacia las rotas puertas blindadas cuando entraron seis encapuchados y le ordenaron que tirara el arma. No había nada qué hacer ante la superioridad numérica y de volumen de fuego. Lo esposaron, lo vendaron y se lo llevaron al picap con rumbo desconocido.
Cuatro meses y algunos días pasó don Jaime en un cuartito de dos por dos metros. Los guerrilleros pedían cuatro millones de dólares a cambio de su vida. No fueron particularmente crueles con él, en el sentido de someterlo a malos tratos físicos, pero el encierro, la prolongación de las negociaciones, la permanente amenaza de muerte ejecutable en cualquier momento y el no poder ver a sus hijos siquiera por última vez, le destrozaron los nervios.
Por fin, el 17 de marzo, los guerrilleros le comunicaron que habían logrado cobrar el rescate. Lo volvieron a subir al picap y lo liberaron ya casi al anochecer en una calle solitaria de san Salvador.
Don Jaime ya no volvería a ser nunca el mismo. Un vértigo autodestructivo en el que se mezclaron el odio, la sed de venganza, las depresiones, el alcohol y las drogas, se apoderó de él.
El perdón como remedio
Casi once años después de su secuestro, solo tenía que hacer una transferencia bancaria para que el asesino, un profesional extranjero, viajara a México y disparara contra Joaquín Villalobos y Ana Guadalupe Martínez. Pero un escrúpulo de última hora lo llevó a consultar el asunto con un amigo cercano, el doctor Vitelio Luna.
“Estás pendejo, Jaime, mandar a matar a esa gente no te va a curar el sufrimiento. Lo que estás por hacer es una locura”, fue lo primero que le dijo. “¿Y entonces que debo hacer?”, preguntó don Jaime. “Perdonar”, le respondió su amigo. “¿Pero cómo crees posible que perdone yo a esas bestias que me arruinaron la vida?”. El doctor Vitelio Luna le aseguró entonces que esa era la única manera de curarse del sufrimiento que lo abatía: “El hombre que perdona vive con honorabilidad y muere con dignidad, Jaime”. Le dijo.
Jaime Hill no volvió a contactarse con el sicario. Un par de años después, en 1992, cuando la comandancia guerrillera pudo regresar a la vida pública y legal, en virtud de los acuerdos de paz, Joaquín Villalobos recibió un mensaje: “Jaime Hill, desea hablar con usted y lo invita a su casa”. Villalobos creyó que se trataba de un error, y solo estuvo seguro de la autenticidad de la invitación cuando la misma le fue confirmada telefónicamente por don Jaime.
A la cita acudió casi toda la jefatura del ERP, incluyendo a varios de los que habían participado directamente en el plagio. Secuestrado y secuestradores comieron y conversaron sin tensiones mayores: el perdón de don Jaime era auténtico. Desde que había decidido perdonar, la vida le había vuelto a cambiar, solo que esta vez para su bien. El insoportable sufrimiento interior había cesado por fin.
Don Jaime había dejado el alcohol y las drogas y, junto a su hija Alexandra, se había entregado de lleno a las labores humanitarias, principalmente en la conducción de FUNDASALVA, una organización privada sin fines de lucro, dedicada a la prevención integral, tratamiento y rehabilitación del uso indebido de alcohol y otras drogas.
Que también lo comprendan otros
Todo lo relatado anteriormente me lo narró don Jaime la semana pasada. El lugar en que nos encontramos para la charla fue precisamente la oficina de Juan Ramón Medrano, el ex comandante Balta del Ejército Revolucionario del Pueblo, convertido ahora en amigo entrañable de Jaime Hill, y en director de la Fundación para el Desarrollo Integral, (FUNDI), que apoya a compatriotas deportados de los Estados Unidos.
Semanas antes, ambos habían viajado a Colombia, donde, en varias ciudades, dieron conferencias testimoniales conjuntas sobre su reconciliación. Eso, reconciliación total y verdadera, pero a nivel nacional, es una de las mayores y más urgentes necesidades de la sociedad salvadoreña en su conjunto. Cada quien tendrá que obligarse a perdonar los agravios infligidos por el rival durante la guerra, por dolorosos que fueran. A veces eso suena imposible, debido a la magnitud de los sufrimientos causados mutuamente.
Pero perdonar no es imposible y sí es una cura efectiva. Don Jaime Hill lo ha demostrado. “El odio y la venganza son un cáncer que carcome el alma y que solo el perdón puede curar”, afirma.
lunes, 21 de mayo de 2007
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